Aquél tren, aquellos trenes que transportaban soldados, estaban pintados de un verde oscuro, casi gris y tenían algo de eternidad, de viaje eterno en el Transiberiano, y uno, más que viajar en ellos, lo que hacía era quedarse parado en una inercia de pensión sucia y superpoblada, con colillas y peladuras de naranja y papeles de periódicos manchados de aceite por el suelo. Iba a empezar la célebre década de los 80, pero los reclutas viajábamos hacia los cuarteles en trenes de posguerra, en una paleontología de ferrocarriles, con lentitudes cretácicas, con un horror masivo como de geología gótica, sobre todo cuando el tren, con las primeras claridades azules y heladas del amanecer, cruzaba por los…………………
Antonio Muñoz Molina
Ardor Guerrero
Editorial Alfaguara